Se siente puro, como ese rayo de sol que atraviesa el cristal en la mañana, una luz cálida y firme que ilumina suavemente, que acaricia la estancia, la piel, el corazón. También es inmenso y profundo, como el océano, no tiene fin, golpea con fuerza y te atrapa, te inunda, da paz y temor a la vez, intentas contenerlo y se escapa entre los dedos, dejando limpia el alma, sal en los lunares, peces en el ombligo. Es acogedor, como una chimenea en invierno donde el fuego revolotea, un té con miel entre las manos, un chocolate caliente entre las suyas. Dulce y suave, envuelve y da seguridad, hogar, protección. Se lleva lo malo, lo hace ínfimo, desaparece y nada duele, nada hiere, todo parece posible. Entiende sin hablar y comparte sin dividir, enseña y aprende por igual. Crece y cuida. Atardeceres se dibujan en sus ojos, como un reflejo de esa llama que enciende en mi pecho, no me canso de mirar, de soñar, de sentir. Se ven rutas infinitas en su sonrisa y vuelvo a creer que vale la pena vivir cada segundo, descubrir cada lugar, si podemos compartirlo como nuevo, con la belleza del que encuentra un tesoro en cada rincón. Tan lindo. Guarda la inocencia de un día de Navidad cuando me mira y arquea los labios, brilla como las estrellas que buscamos para reafirmar el futuro, el destino, la vida. Un escalón sobra para construir un refugio con sus brazos donde acomodarme, flotar, perderme, encontrarme. Y me sobra tanto espacio y me falta tanto tiempo. Y me quiere y le quiero. Y a la eternidad eso le alcanza.
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