El otro día se dejó la puerta del balcón abierta después de fumar, y mientras estaba echado a mi lado no pude evitar quedarme embobada mirándole. El atardecer se le clavaba en los ojos y brillaban sin darme margen a apartar la vista. La vi. Corteza de pino y hojas de sauce bordeando la orilla, chocolate y dulce de leche en el interior. Si alguna vez alguien dijo que son el reflejo del alma, con él habrían demostrado la teoría.
Se esconde bajo una coraza seca y fría, pasando inadvertido entre los que considera como sus iguales, dejándose llevar con el viento, cual veleta, impredecible y natural. Duro y resistente. Escudo y combustible. Aquel que solo es capaz de ver nunca podrá admirar la diferencia. Hay que rascar, desgarrar, quemar hasta llegar a la raíz. El esfuerzo y la confianza son moneda de cambio, el precio va por día, pero siempre vale la pena pagar. Después de un tiempo he encontrado grietas, agujeros, rasguños, pequeños en la superficie pero tan profundos que le han llegado a marcar. Ahora consigo llegar solo memorizando el camino, me cuelo por ellos y al mismo tiempo me deja pasar. Como una geoda, por dentro es dulce, frágil y tierno. Se derrite sin más, se funde con mi piel y me envuelve con suavidad. La parte difícil es poder degustarlo. Llegar a saborearlo y permanecer.
Se acerca mientras le descifro y roza mis labios dilatando mis pupilas, me acaricia y me agarra con fuerza, entrelazando sus manos con las mías. Me consume. Y cuando creo que ya lo tengo acorralado, se va, dejándome con ganas de más. Me falta vida. Y quiero más, cómo no voy a querer, si me mira así, sin apartar la vista, retando a los límites de mi paciencia.
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