Me quedo mirándole mientras cocina, haciendo aspavientos de un lado a otro como si fuese un profesional en un restaurante lujoso, y me pongo a pensar en cómo ha cambiado mi vida en tan poco tiempo. Hace años que podría haberle conocido y en solo unos meses se ha construido una casita y se ha instalado en mi cabeza como si le hubiesen sobrado días. Tan natural. No creo que sea consciente si quiera de cuándo lo hizo. Se coló por las grietas sin intención de hacerse un hueco, solo estuvo ahí, escuchando, aconsejando, haciéndome reír. Yo misma le abrí la puerta. Tan simple. Supongo que eso fue lo peor, que fuese todo tan fácil, dejarse llevar así, de esa manera tan descarada, tan irracional, casi suicida. Salté al vacío pensando que se me quebrarían los huesos al reventar contra el suelo y me descubrí flotando en medio del silencio. Busqué refugio en sus brazos con miedo de acabar cayendo en medio de aquella incertidumbre, de aquella oscuridad inmensa, y me besó la piel de tal manera que me quemó los labios como si fuesen otro de esos cigarrillos que se fuma antes de dormir. Centellearon mis ojos mientras me miraba fijamente y se aferró a mi tan fuerte que me crujió el pecho como un trozo de madera al arder. Me atravesó. Y lo sentí. Como al arrancar una venda de un tirón, o como dar una bofetada de rabia, un calor intenso, rojo, doloroso y liberador al mismo tiempo, se me metió entre los pulmones y me dejó sin aliento por un segundo. Suspiré. Y lo supe.
Mientras tanto él me mira y me sonríe, ensuciando la encimera de sabores como si todo aquello no tuviera nada que ver con él, con el café del desayuno que me bebo en sus ojos, con ese lunar de su boca por el que se escurre el agua en la ducha, o con el ruido que hacen sus dedos al rozar mis medias y que tanto me recuerda al inicio de aquella canción que le enseñé. Parecen tan efímeros y tan frágiles estos momentos de contemplación, como en esas pausas de admiración donde el reflejo naranja del sol o el neón azul de una televisión de fondo me dejan recopilar cada detalle en mi memoria, que suena a locura afirmar sin titubear que desde que le veo cocinar soy más vulnerable, pero sin duda también más feliz.
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